jueves, 14 de enero de 2010

"Rescue me From This Hollywood Life"




Las cuatro de la tarde, copa de oporto y las suaves melodías de Ktulu, cuando el Saramáguico mono irrumpió en este mediocre éxtasis con una hedionda carta. Abierto el sobre, contenía éste un escrito de la Reina Softona en la que rogaba una visita para pedirme consejo. Softona es, para quién no lo sepa, la señora del Reino de Softonia, visible desde el segundo piso del Kremlin. No teniendo nada que hacer esa tarde, fuimos Ramón, el monete y yo a socorrer a su majestad, pues el tono de la carta no tranquilizaba lo más mínimo.

Tras una larga travesía de cuarenta y cinco minutos divisamos el palacio de la Reina, pardo entre tierras pardas que debían de ser fértiles incluso hartas de sal. La residencia real era un majestuoso edificio de color marrón que se alzaba entre el sobrio paisaje softón. Sobre el ancho cuerpo de tres plantas crecía una esbelta torre ocre como nuestras botas y el olor de la nación era distinto al de cualquier otra, de una personalidad llamativa y envolvente. Al alcanzar la entrada se abrieron los portones, marrones y de un tosco tallaje, aunque recias y contundentes. Del corto vestíbulo se alargaba un pasillo alfombrado de un delicadísimo terciopelo de la más fina mierda, con cenefas a ambos lados que representaban algunas famosas mierdas de la historia del país. A los lados del pasaje, como severas esfinges, pilares levantados con robustos bloques de mierda pura, procedentes sin duda de las conocidas canteras de mierda del norte de Softonia. La base de los mismos tenía el tallaje de Mierdón, un dios de la mitología softona que, según se cuenta, repartía mierda entre sus devotos y muchísima más mierda entre los paganos. De la bóveda colgaban, por contra, barrocas y anchas lámparas en cono inverso elaboradas con la mierda más marrón de la capital. Al final del pasillo, presidiendo el espacio, sobre tres escalones se hallaba el trono de la Reina, de una mierda tan fresca que su brillo oscurecía la delicadeza de las lámparas. Desde él nos miraba llegar sedente su majestad, vestida con codiciadas mierdas nacionales. Su túnica, de mierda de buey, aún contenía hebras de heno que los jugos del animal no habían sido capaces de rozar. Sus babuchas se componían de las durezas que sólo los más poderosos canes podían llegar a defecar. Al mirarlas se adivinaba cómo los dedos habían moldeado la mierda produciendo tal magnífico calzado. Por último, la corona se componía de diminutas mierdas de oveja en un aro, más alto sobre la frente que en la nuca.

-Gracias a Mierdón que habéis acudido a mi llamada. No tengo a nadie mejor a quién recurrir -dijo nuestra anfitriona para recibirnos-. Por favor, acomodáos y aceptad este humilde ágape -y señaló a una mesa construida con robustos bloques de mierda. Sobre ella, tres copas ofrecían una mierda líquida, aún humeante, de un color exquisito y galletas de mierda con pequeños y frágiles trozos de lo que parecía mierda antigua. El mono, pese a haber gozado en el pasado de similares invitaciones, no pudo más que apoyar una vez más sus manitas sobre la alfombra y vomitar arqueado entre violentas convulsiones.

-Su majestad, es para nosotros un honor -continué-. Pero, ¿cómo podemos asistir a vuestra excelentísima figura?
-¡Oh, Matías! Sólo tú puedes tener la respuesta. Has educado con vara de hierro a un indolente joven que encontraste un día en un teatro y a un mono nacido en la casa de un comunista. ¿Qué otra persona, si no, podría aconsejarme?
-Disculpe -interrumpió Ramón, que se movía nervioso-. ¿Sería su majestad tan amable de indicarme dónde está el servicio?

Mi mano voló inmediatamente hacia la cabeza de Ramón, estrellándose sonoramente en su nuca.

-Dígame pues, majestad, qué es lo que la perturba.
-Verás, Matías: soy la soberana de este magnífico y exclusivo reino, sin parangón en el mundo entero. Sin embargo, por más súbditos que moldeo con mis propias manos, ninguno atiende a mis órdenes. Incluso yo he confeccionado las lámparas que ahora nos iluminan. Soy la única habitante de este reino y la más ignorada de todas las realezas. ¿Qué hago mal, oh, Matías?
-Verá, su majestad: es que su majestad... -y vacilé-. Su majestad... es que puede que su majestad en realidad no sea una reina... sino...
-¡Matías! ¿Cómo que no soy una reina? Y, si no soy una reina, ¿qué iba a ser entonces?

...

Después de la carrera pudimos volvernos hacia el palacio, ya a unos cuatrocientos o quinientos metros. Las dos alas del edificio apenas levantaban ahora metro y medio del suelo, y la torre caía poco a poco. Mi respuesta había provocado tal disgusto en la reina que sus lágrimas, saliendo a más de treinta y seis grados de sus ojos, manaron en tal cantidad que subieron precipitadamente la temperatura de la estancia. Fue el caso que, estando el palacio construido con mierda y sólo mierda, comenzó a derretirse. Ramón aún tenía necesidad de ir al servicio, pero pronto estuvimos en casa: un Kremlin con ladrillos de La Puebla cuyo único olor era el del excelente queso de El Bonillo que a veces se asomaba desde el sótano.

2 comentarios:

Matías Parts dijo...

En el castillo de Softonia nació hace tiempo un conocido escritor que, condicionado como estuvo por aparecere en el mundo en tan particular edificio, no pudo más que correr la vida que finalmente tuvo.

Lamento desde aquí, así, la destrucción de tan importante curiosidad del patrimonio.

Pall dijo...

Las suaves melodías de Ktulu, jajaja.

OBRA MAESTRA!! BRAVO! qué risa, por favor, con la más fina mierda!