El dadásofo local no paraba de sonreir al conocer en persona a los grandes fundadores. Les propuso un paseo por el dadampus para conocer las instalaciones donde se sembraban grillos en las jóvenes y cabéncicas cabezas cabencias. Las tres figuras y el mono entraron en el edificio principal (sólo había uno) y dejaron la puerta atrás. Pronto abrió Dadásofo Cabencio (como así se llama al que ostenta el cargo de dadásofo en Cabencia) la puerta de un aula, con el cuerpo a un lado, como tratando de dejar ver lo que tras el picaporte se ocultaba. Schiele y Parts vieron un aula llena y un profesor con un cucurucho azul oscuro con estrellas amarillas, que explicaba la derivación básica. Al oir tales explicaciones, el dadásofo asomó la cabeza en la clase:
-¡Perdón! He debido equivocarme de aula -dijo, cerrando después y dirigiéndose a los viajeros. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en el pimer aula no se daban matemáticas. Volvió a abrir para preguntar al profesor. Sin embargo, al abrir vio un mono titi que tocaba los platillos, solo, en medio de la habitación vacía. Al ver irrumpir al dadásofo, el mono cesó y sonrió al supremo dadá local:
-Hola. Ensayaba con los platillos -le dijo el mono sonriente.
-Perdón, he vuelto a equivocarme de aula.
Y tras cerrar la puerta oyeron cómo el mono reanudaba su ensayo con los platillos. El dadásofo se acariciaba la barba dubitativo, como extraviado en su mente. Luego pensó que en el edificio sólo había un aula. Se giró otra vez con decisión y volvió a abrir la puerta, por tercera vez. Al abrir apareció de nuevo el profesor de matemáticas, con el gorro estrellado un poco torcido. Parecía que no estaba teniendo un buen día. Dadásofo Cabencio miró extrañado, pero por no quedar mal delante de los visitantes les hizo una silenciosa señar para pasar y observar la clase. El profesor no se perturbó por la visita y continuó.
-González, a ver, corrija el primer ejercicio -dijo a un chico pelirrojo y un poco gordito.
El chico salió a la pizarra y empezó a derivar una función de tercer grado. Cuando terminó, no parecía muy seguro de lo que había hecho y se quedó mirando al profesor con cara interrogante.
-Veamos, González. ¿Cómo va a darle X=X? Eso lo sabíamos todos desde el principio. Por una parte, es muy dadá, pero no es algo que no supiéramos... -y de pronto se quedó unos segundos pensando en silencio. Luego añadió:
-Pero, ¿qué hace resolviendo una derivada de tercer grado? ¿Qué tiene eso que ver con El dadá en el Mediterráneo?
-Pero si es el ejercicio que mandó usted ayer... -contestó algo asustado el chico.
-¿Yo mandé ese ejercicio? A ver, enseñadme las libretas -y se puso entonces a caminar entre las mesas observando los cuadernos de los chicos. Asustado, dijo luego:
-¿No me digáis que llevamos toda la semana estudiando derivadas? ¿Por qué nadie me ha dicho nada?
Los chicos guardaron silencio.
-Bueno -continuó el profesor-, volvamos al asunto. Olvidad eso.
Tras borrar la pizarra, el profesor empezó a explicar de nuevo cómo el dadaísmo se extendió por el Mediterráneo tras la llegada de la revolución a Cabencia. El dadásofo cabencio y sus huéspedes se levantaron, junto con el mono, al hombro de Matías Parts, y salieron. Tan pronto como estaban en el pasillo, sintieron una fuerte explosión. Los tres acabaron sujetándose a las paredes. A los pocos segundos una extraña mezcla de agua con jabón y perfume de frutas entraba por debajo de la puerta principal.
-¡Atrás! -gritó Dadásofo-, dejadme ver qué es eso.
Apenas hubo hecho esa advertencia cuando la alarma del edificio empezó a sonar. La puerta del aula se abrió de un golpe y los jóvenes cabencios se apelotonaron en el pasillo, saliendo desordenadamente mientras daban empujones a los ilustres visitantes.
-¡No! -les gritó su supremo dadaísmo local. ¡No toquéis el agua!
Pronto, a pesar de los gritos de Dadásofo, estuvieron una docena de estudiantes chapoteando en la calle. Por la puerta vieron los viajeros que llovían burbujas llenas de agua con jabón, que con estrépito se rompián al dar con el suelo, impregnándolo todo de un extraño olor a melocotón. Se oían aviones.
-¡Nos están atacando! -gritó Schiele austado. El mono se subió a la cabeza de Parts, con gran incomodidad de éste. Dadásofo Cabencio les indicó a gritos que les siguieran. Condujo a los visitantes, al profesor y a los ocho alumnos que habían quedado dentro del edificio por una estrecha escalera que llevaba al piso superior.
-¿No será peligroso estar en el piso de arriba? -preguntó contrariado el profesor. Pronto recibió la explicación de que se trataba de un ataque de burbujas de agua con jabíon perfumado. Por la ventana vieron a los doce pobres muchcachos, retozando boca arriba en el jabón, hipnotizados por ese dulce olor a melocotón. Se salpicaban, se impregnaban, se olían de pervertida forma. Un palmo de agua cubría el suelo cuando el ataque pareció cesar. No transcurrieron un par de minutos y se volvieron a oir aviones. Ya temían volver a ver caer burbujas pero, sin embargo, llovían toallas extendidas, de todos los tamaños y colores, con ojos y pequeñas patas. Caían despacio, atentas al suelo. Conforme vieron tocar el suelo las primeras, observaron que corrían hacia los estudiantes. Comenzaron a restregarse contra ellos, absorbiendo toda el agua y dejándolos lo más secos posible. El tropel que siguió secó los bancos, los árboles, el suelo. Se dieron cuenta entonces los cabencios de que todo había sido salpicado por el agua. Conforme ésta desaparecía por la acción de las toallas patudas, las cosas parecían cambiar de aspecto. Los estudiantes afectados por el jabón comenzaron a ponerse en pie. Horrible espectáculo el que vieron los salvados. Allí, en el suelo, se erguían con vigor doce jóvenes con un lustroso traje azul, ni claro ni oscuro, un cuidado peinado ejecutivo, un maletín negro en una mano y un teléfono móvil (Alcatel, One Touch Club, para ser exactos) en la otra. Una vez de pie empezaron a llamarse, a ofrecerse vacaciones en el Caribe y seguros a todo riesgo. Los doce formaban una vorágine de servicios y ofertas.
Mientras esta escena sucecía irrumpió un camión de bomberos, pintado de colores. Les lanzó barro por la manguera y luego se aproximó al edificio. De dentro apareció un hombre disfrazado de payaso que se acercó a la ventana por la que miraban los cabencios. Éstos retrocedieron asustados.
-¡No os asustéis! -les gritó el payaso, o el bombero, o lo que fuera. Os vamos a sacar de aquí.
Al poco estaban todos saliendo por la ventana hacia el camión y, unos minutos después, corrían hacia el centro de la ciudad, lejos de tan horrible espectáculo. Atrás quedaba una docena de ejecutivos enfadados por haberse manchado un estupendo traje nuevo.
sábado, 23 de febrero de 2008
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