miércoles, 13 de febrero de 2008

Sonrisas gratis 03

Desde las ventanas del tren se empezaba a divisar el destino y en el horizonte vieron cómo esa mancha iba haciéndose cada vez más grande. Ante ellos tomaba forma la ciudad de Cabencia: una gran cabeza de mujer vieja, ciertamente gorda y con un ajustado aseo personal, si bien no parecía escasa en existencias de laca. Se veía cómo la vía subía en espiral rodeando su luminosa papada, poblada de robles. En su bigote se levantaban los primeros hogares, que perdíanse hacia arriba como las casas colgadas de la antigua Cuenca. No pasó mucho tiempo hasta que se oyó por los altavoces una voz de niño pequeño que anunciaba la llegada:
- ¡Próxima parada: cabencia!

El tren se detuvo y los dos dadásofos se acercaron a la puerta del vagón. Allí, en el andén de la estación, situada en la fosa nasal derecha (no se sabrá en esta historia para qué se usaba la otra), una colorida multitud compuesta de hombres, mujeres y otras personas disfrazadas de payaso cuyo sexo, evidentemente, no podía descifrarse vitoreaban a los recién llegados. Luego supieron que el mono iba con ellos, y le vitorearon también. Los arlequines, cargados con los absurdos equipajes dadá abrían paso entre los cabencios a la comitiva. Dentro del ferroviario edificio estaba la alcaldesa. No se sabía si estaba más entrada en carnes que en años, pero vestía un traje aparentemente caro. Sin embargo, no tenía cabeza y eso hacía extraño el hecho de hablar con ella:

-¡Bienvenidos a Cabencia! -les dijo alegre la gorda y amable alcaldesa, con extraña voz corrompida por el DYC.
-Es irónico que nos diga eso una descabezada -apuntó el mono. Éste se llevó un sonoro periodicazo por parte de uno de los arlequines, que hizo que se escondiera tras las piernas de Schiele para rascarse la cabeza.

-Están ustedes en casa. Dejen que su equipaje sea llevado al hotel y acompáñenme a honrar con su visita mi cabécica ciudad -continuó la alcaldesa. Su amplia sonrisa era sincera e imborrable.

Los dos dadásofos junto con su mono acompañaron a la alcaldesa a la calle para dar el paseo de bienvenida. La multitud les siguió jubilosa y con escándalo. Fuera les esperaba un sidecar, suficientemente amplio para los cuatro. La alcaldesa se puso frente al manillar y empezó la visita, a una velocidad extremadamente lenta. Los cabencios empezaron a caminar lenta pero animadamente tras el vehículo. En la puerta de la estación se quedó un viejo mendigo que enseñaba a conectar oraciones simples mediante una hábil utilización de adverbios y otros elementos lingüísticos a cambio de unas monedas o un cartón de vino.

-Verán -comenzó de nuevo la alcaldesa (y aquí se abre un largo paréntesis en mitad de la oración porque hay que señalar, antes de seguir con la conversación que nos atañe, que el mono se encontraba realmente nervioso, pues no dejaba de asustarse del hecho de que una persona sin cabeza les llevara en moto, pese a que ésta no alcanzaba más velocidad que la del paso de un hombre)-, verán: Cabencia ha cambiado mucho desde la revolución del año pasado. En realidad aquí no hubo una revolución simultánea. Pese a que los periódicos describían con espanto el absurdo que invadía el país, no empezamos a participar de él hasta que vimos la inmensa felicidad con la que empezaron a vivir las comarcas vecinas, que a su vez no empezaron a participar de él hasta que no vieron la inmensa felicidad con la que vivían en la meseta, y así sucesivamente. La revolución viaja más rápido que ustedes, venerados dadásofos.

Matías y Schiele escuchaban atentos mientras recorrían las calles de la cabéncica cara, ascendiendo hacia el ojo derecho.

-¿Y qué saben de la hostilidad gabacha? -preguntó Schiele, preocupada.
-Algunas cosas sabemos. Los marineros nos cuentan los desprecios y ataques que sufren en la Costa Azul. Dicen que preparan algo, que el resentimiento, fundado en el miedo, es creciente. Persolamente creo que nos tienen pavor, pero no entiendo por qué. Todo ha sido mucho mejor desde el cambio, tanto que perdí la cabeza.
-¿Y dónde está ahora? -preguntó el mono, nervioso.
-¿El qué?
-Su cabeza, naturalmente.
-Pues está en...

Y el coche continuó el paseo. Al atardecer alcanzaron el final de la ruta, donde el dadásofo principal de la ciudad les recibiría para continuar la visita. Un hombre vestido de rey medieval les ofreció chocolate y bollos.

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