Resultó que, efectivamente, tras la marcha del Pájaro Redentor (nadie sabe cómo vuela) el cielo amenazaba tormenta. Tras unos cuantos relámpagos, comenzaron a caer las primeras gotas pero, viendo que no dejaban en el suelo círculos mojados, sino crateretes, corrimos a escondernos debajo del porche de la casita. Pronto me di cuenta de que lo que llovía no era agua: agrupaciones de letras eran la tormenta en aquel lago, si bien Ramón vio enseguida que se trataba de galicismos de toda clase. ¡Oh, lago pedante!
No habían pasado cinco minutos de aquella gabacha tormenta cuando oimos aproximarse una serie de gruñidos de porcino:
-¡Grrrññ! ¡Grñññ!
-¡Albricias! ¡Son viñetas de Ibáñez!
Cómo eché de menos al viejo Súper Intendente al ver llegar a ese puerco mirando al cielo. José Manuel de Prada, de rizado rabo, se comía los galicismos conforme caían de las nubes mientras la baba le rebosaba por las comisuras de la boca. Arreció la tormenta y lo que eran palabras sueltas se convirtieron en páginas de Flauvert y Simón de Beauvoir. El mono chillaba nervioso y asustado. Ramón se mordía las uñas:
-¡Agh! ¡Qué asco! ¿Cómo puede alguien comer esa porquería?
El cerdo gruñia a cada trago. Cesaron los libros y volvieron los palabros que, en poco rato, también desaparecieron. Arco iris y olor a tierra removida. Charcos por todas partes. Salimos del porche y vimos al porcino José Manuel de Prado revolcarse en páginas sueltas de Balzac; insoportable el hedor. El animal no nos veía de su propia gula al engullir líneas en francés entre gruñidos. Ramón seguía murmurando, tratando de entender cómo podíamos estar en el ombligo del cerdo, si tenía al mismo frente a él frotando su espalda contra el barro. Yo cogí una pala y empezé a echar galicismos en un barreño. El mono vomitaba pálido en un rincón.
Pasados unos quince minutos dormía el cerdo, panza arriba, roncando cual propietario de todoterreno sin casa de campo, con letras alrededor de su boca. Era cuestión de esperar, pero no dio tiempo: los pedos anunciaban nuestro turno. Se despertó y, sobre las cuatro patas ahora, flexionó las dos traseras. Pronto pudimos ver la esquina de un libro asomar por orificio anal: LA TEM... ¡Qué repugnante espectáculo! El mono empezó de nuevo a vomitar. Ramón miraba hacia atrás y yo achinaba los ojos. El olor dolía. El cerdo se volvió a dormir. Estando el mono apoyando las palmitas de las manos en el suelo, sólo Ramón y yo pudimos acercarnos. Un libro y medio eran los desecho de su copiosa comida. Los cogimos estirando los brazos tanto como daban de sí, y los dejamos caer sobre el barreño, medio lleno de las pedanterías llovidas durante la tormenta. Faltaban heces de perro pero no se había oído ningún otro mamífero por aquel paraje. El cerdo volvía a despertarse. No había tiempo. Su hocico empezó a escudriñar, aún con los ojos cerrados.
-¿Cómo puede tener hambre otra vez?
Sin tiempo, Ramón empezó a recoger con la pala, desesperado por la falta de tiempo y el olor insoportable del barreño, los vómitos del mono, mientras yo los mezclaba con los dos libros y las gabacheces. Sorprendentemente, quedaba una pasta uniforme, de un color entre amarillento y marrón. Lo dejamos caer como sirope frente José Manuel, que lo olió ansioso. Cuatro segundos necesitó para empezar a lamerlo. Eructaba mientras comía. A los eructos siguieron nuevos pedos. Los pedos empezaron a disparar birutas de papel. Las birutas dieron lugar a trozos de celulosa. Pasado un rato de haber empezado a sorber aquel mejunje, De Prado defecaba hojas sueltas de lo que parecía un diario, pero no lo era:
-¡Mira cómo brilla! ¡Es una revista!
En la cabecera se leía: Alfa-Beta-Gamma
-¡Alfabetagamma!
Y el viento se revolvió. De la ladera descendió un torbellino coronado por la cabeza de Judy Garland que nos absorbió de la misma forma en que José Manuel de Prada engullía literatura francesa. Objetos, ramas y el Saramáguico monete boca abajo se cruzaban delante de mis ojos. El aire se relajó y empezamos a caer. Un cabezazo contra el suelo, ahora de madera: era el vestíbulo del Kremlin. Ramón cayó sentado sobre una silla Tudor del pasillo. El monete asomaba de dentro de un jarrón. Estábamos en casa. Miré por la ventana del portón: los pelos de la Evecharría nos miraban iracundos. Cardhu para todos.
lunes, 7 de diciembre de 2009
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