Hay que decir que la cabeza que estaba siendo limpiada a fondo no era el mejor sitio del mundo para un montón de soñadores con mucho tiempo que perder. Puedo decirte, querido lector, que el orden estaba ganando a la estupidez, así que el aire se volvía un tanto irrespirable para el señor Parts, al que el jabón en el ojo le molesta mucho, no ocultaré ese detalle. Schiele se reía al ver al pequeño mono soplando en el ojo del trajeado Matías, que miraba con su enjabonada pupila a Trixtan con ansia. Estaba yo contando antes de irme por las ramas hablando de las molestias del joven Parts, estaba contando, decía, que huyó el grupo hacia la estación de trenes en la nariz de la nerviosa cabeza. El camión se detuvo de súbito entre un grupo de ejecutivos que almorzaba en la puerta de la estación.
El barbudo gurú, sacerdote dadá, o chamán de lo absurdo encabezó la fila, que corrió hacia en andén chapoteando sobre la capa de agua y panten, esquivando los grumos de qudiez. Como inyecciones de risa se introdujeron los dos pizpiretos visionarios en el último vagón del tren, de ésos con balcón desde el que despedirse de la novia del verano mientras dentro de ti piensas en las calaveradas que intentarás hacer en cuanto llegues a la capital con traje de soldado. Pero, volviendo a la estación, la escena que se vivió fue más dadáticamente dramática que la de la novia despidiendo a su novio: allí se quedó el gurú, mirando con envidia marchar a los ideólogos del absurdo. Ellos lo observaron desde la ventana (nada de balcones, que eso está ya muy visto). El tren partió y tres tipos engominados quitaron la túnica al gentil anfitrión que seguía mirando triste partir el tren, desnudo en medio del andén. El convoy paró: resulta que el maquinista quería comprobar una cosa antes de emprender la marcha definitivamente. Este parón quitó elegancia a la escena, porque Parts y Schiele pudieron ver cómo uno de los engominados medía la tripa del gurú para, una vez confirmados los datos, envolverlo en una estupenda camisa de algodón, elegante a la vez que cómoda y a un precio sin competencia. El tren reinició la marcha y el triste guía comenzó a hacerse más pequeño (pero por la distancia, nada de sucios trucos de magia que, por otra parte, pienso usar después en esta historia sin sentido). En su pequeñez obtuvo un estupendo traje en oferta de color madera. ¡Qué suerte!
Sin mucha prisa bajaba el tren por el cuello de la poderosa cabeza. Sin embargo, los maestros dadá y el simpático aunque mandón mono notaron algo raro en el paisaje. El cuello que ahora recorrían no era el oloroso y peludo pescuezo que vieron cuando llegaron a esta absurda ciudad. Ahora parecía el tronco blanco del busto de Julio César, así que me parece que es el momento de afirmar que todo estaba yendo a peor, por mucho que se enfade mi transcriptora, la cual piensa que por manejar una Olivetti como los ángeles se cree en el derecho de llamarme mal escritor. Iba yo diciendo, pues, que eso notaron los dadásofos, así que decidieron bajarse en la siguiente parada: el cuello de la camisa, comienzo de la campiña hacia el interior del país. Evidentemente, esa estación estaba en medio de una zona periférica de la cabeza, donde se cultivaban varias clases de parásitos que serían consumidos por los cosmopolitas pobladores de la urbana testa. Granjas, invernaderos y algunos bloques de tres plantas donde vivían los trabajadores de aquellos animados barrios.
2 comentarios:
Matías, estamos esperando sus actualizaciones...
Están en camino, ya verá
:-)
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